El sitio con más bichos del mundo

Abajo, el crepitar violento de la vegetación densa y las hojas caídas que tapizan el suelo revelan escaramuzas, quizás de jaguares y ocelotes que persiguen a saínos y osos hormigueros. Por encima de todos, tucanes y guacamayos protestan y hacen chocar sus picos entre ellos y contra los troncos. De fondo rompen las olas del Pacífico sobre playas desiertas donde desembocan riachuelos negros infestados de cocodrilos que se comen a las tortugas verdes y baulas que llegan a desovar. Aquí no hay quien pegue ojo.

Pero, claro, eso es normal. Porque estamos en Corcovado, el lugar con mayor biodiversidad del planeta. Aquí conviven el 3% de las especies conocidas y por eso National Geographic lo ha calificado como el sitio "con mayor intensidad biológica de la Tierra".

Conservar semejantes paisajes vírgenes ha sido posible gracias a lo remoto de este paraíso. Llegar ya es una aventura. Desde el parque nacional Manuel Antonio, uno de los más populares y concurridos de Costa Rica, se conduce hacia el sur por la Costanera durante 120 kilómetros entre plantaciones de bananos hasta la extraña población de Sierpe. Desde allí hay que navegar en bote una hora. Primero, a través del río con el mismo nombre, flanqueado por manglares y cocodrilos que parecen dormitar al sol en las riberas fangosas. Al llegar a la desembocadura, el Pacífico siempre recibe a la chalana con oleaje intenso: quien maneja el motor debe contar la serie, esperar a que se aplaque la furia del océano, y cuando eso ocurre, acelerar con violencia volando y botando sobre las aguas que cambian de color. Tras otro rato de navegación en paralelo a la costa se llega a la zona de Río Claro. No hay ni embarcadero, así que los visitantes deben saltar de la barca al agua y alzar las mochilas sobre sus cabezas para evitar que se empapen. Por último, hay que salvar unos cientos de metros de ascensión por un sendero que corta la jungla frondosa.

En fin, que el hospedaje Punta Marenco, uno de los pocos establecimientos que hay en Osa para alojarse, está en medio de ninguna parte. Es un claro verde y empinado ganado a la selva donde se suceden una docena de cabañas básicas: estructuras de madera envueltas en una malla verde. Como grandes mosquiteras. Cuando hay brisa el viento atraviesa la estancia, igual que lo hacen los ruidos de la noche. Igual que lo hacen también las luces del amanecer y los últimos rayos del día cuando, enfrente, el sol se hunde en el horizonte líquido junto a la isla del Caño.

La comida no es abundante aquí: es complicado traerla, de modo que en la cocina deben hacer por ella; y los huéspedes tienen prohibido guardar provisiones en las cabañas para evitar la irrupción de los monos. No hay wifi ni tampoco luz eléctrica más allá de la que, durante dos horas, proporciona un generador en alguna zona común; para lo demás hay que disponer de linternas, vitales para evitar pisar a las mortales serpientes terciopelo que salen durante noche para aparearse.

Pero, sin duda, es un lugar privilegiado para emborracharse de oxígeno, aislarse de todo y sentirse en otro mundo explorando Corcovado. Un sendero recorre la costa: hacia el Este una sucesión de playas desiertas y rocas sobre las que crecen palmeras solitarias llega a Aguijitas, en Bahía Drake, en un paseo de unos siete kilómetros; hacia el Oeste está Río Claro, que tras serpentear entre la jungla desemboca manso, como un pequeño Amazonas, en una playa amarilla e irregular que parece a punto de ser devorada por la vegetación indómita y los lagartos prehistóricos.

Eso sí, para internarse en el parque nacional propiamente dicho hay que navegar hasta San Pedrillo, donde está la caseta de los guardas. Y desde allí, transitar bajo la cúpula vegetal, el calor húmedo y miles de insectos hambrientos. Aquí sí es vital la ayuda de un guía local: sólo ellos detectan de modo casi milagroso a las ranitas multicolores que saltan entre hojas brillantes, o a los perezosos ralentizados que se abrazan a las ramas húmedas. También saben dónde hay más posibilidades de localizar un tapir, y qué lugares sortear para evitar el temible picotazo de una hormiga bala. Habrá que atravesar ríos y caminar por zonas de playa interminable sin sombra a la vista. Hay que sufrir. Por eso se crea el vínculo extraño que, al final, nos une para siempre con los rincones mágicos. Lugares donde, durante unos segundos, uno tiene la sensación grandiosa de estar descubriendo algo.

Tras horas de expedición sería excelente un baño en el océano, pero la proliferación de cocodrilos que a veces se internan en el agua salada en busca de tortugas lo hace desaconsejable. Como alternativa está el paraíso tropical que es la isla del Caño. 16 kilómetros mar adentro se encuentra este fragmento de tierra verde con playas de arena blanca que responderían al ideal caribeño si no fuese porque el Pacífico casi siempre bate con saña. A unas decenas de metros de la costa hay zonas excelentes de snorkel para quienes no temen compartir el agua prístina con tiburones que avanzan lentos arrastrando la panza sobre el lecho marino. Cuando dan un coletazo, levantan nubes de arena blanca.

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