Contaminación en el Río de La Plata

Por Omar Medina Soca

A pesar de su enorme caudal, y de ser el más ancho del mundo, el Río de La Plata o "Mar Dulce" no escapa al fenómeno de la contaminación hídrica.

Cerca de quince millones de personas que habitan en sus riberas dependen de sus aguas cada vez más turbias.

Viejos libros de historia nos dicen que los marinos del siglo pasado que llegaban a sus latitudes confiaban en llenar sus pipas con el agua dulce que podían recoger en la costa uruguaya.

La geografía todavía nos recuerda con sus expresivos nombres la época dorada del Mar Dulce, de la ensenada de Aguas Dulces, las restingas de las Pipas o de Los Manantiales del Este, la playa de la Aguada y tantos otros lugares que se refieren al agua de aquellos tiempos.

En el mismo puerto de Montevideo, pozos abiertos a la vera de la bahía ?de los cuales todavía existen algunos, como el de la Casa de los Giménez- proveían de agua potable a los veleros anclados en ese lugar. Lentas carretas tiradas por bueyes llenaban en el río sus barriles de madera, armados aquí por aquellos hábiles carpinteros de ribera con duelas y flejes importados de España.

Las carretas recorrían apenas una cuadra internándose en el mar, amadrinando a los lanchones o descargando en los viejos muelles de madera los barriles que serían transportados a los veleros de ultramar.

Pero todo eso ya es historia; el Río de la Plata, en toda su extensión, sufre una contaminación de los más variados orígenes.

La agricultura extensiva practicada en Brasil desde los años cincuenta, para producir astronómicas cifras en millones de toneladas de granos, fue causa directa de la devastación de millones- también- de hectáreas en las zonas costeras de los ríos, al buscar tierra fértil y aguas cercanas para los regadíos.

Se eliminaron vastas regiones de selva virgen, quemando y arrancando árboles, para poder labrar el suelo. Se usaron miles de toneladas de los más diversos productos químicos, en forma de sofisticados herbicidas y plaguicidas, para erradicar la maleza y los insectos naturales.

Las lluvias produjeron una inmediata erosión, arrastrando a los ríos lo mejor de la capa fértil del suelo, junto con el humus centenario.

Desaparecieron especies de aves, insectos, microorganismos y reptiles que conformaban la cadena natural del ecosistema.

Para suplir la falta de fertilidad de la castigada tierra, el hombre usó fertilizantes artificiales, producto de fórmulas químicas, que jamás podrán sustituir a la naturaleza.

También hubo que adecuar la semilla al extraño suelo, pero la ingeniería genética todo lo resuelve, y el tercer mundo pasó a depender del primer mundo para poder alimentarse en su propia tierra.

Los enormes volúmenes de materia arrastrada por la corriente de los ríos terminaban siempre su lento viaje en el Río de la Plata, convertido en filtro decantador natural, pequeño si lo comparamos con la vastedad del Océano Atlántico.

El fondo del río, profundo y rocoso, de aguas claras en siglos anteriores, se ha venido llenando de detritus, no solo de tierras de labranza sino también de residuos industriales y de la descarga de miles de toneladas diarias de obsoletos sistemas sanitarios que utilizan poblaciones costeras de millones de habitantes.

El hombre no quiso entender la gravedad del problema; la ignorancia sobre el tema fue oficial y privada, generalizándose el desinterés hasta que el peligro se hizo presente.

El gasto necesario por parte de las industrias para evitar la contaminación se suponía superfluo, mientras que el mar, resignadamente, todo lo aceptaba.

Mientras se levantaban palacios, se gastaban en inútiles armamentos o en lujosos edificios públicos, no se atendía para nada el problema de la contaminación del río.

Miles de barcos cargueros limpiaron sus bodegas, al entrar o salir de nuestros puertos, ante la pasividad de autoridades que ignoraban el daño causado.

El Riachuelo y el Pantanoso son hermanos testigos, ahora mudos, de esa indolencia que los llevó a su muerte física.

Las ciudades gemelas de Buenos Aires y Montevideo, creciendo desmesuradamente, acunaron poblaciones marginadas, que se apretujaron contra sus orillas, viendo en sus riberas la solución final para su elemental calidad de vida.

Los arroyos proporcionan agua gratis y cercana, al alcance de una cuerda y un balde, para higiene y cocción de alimentos, a la vez que esa misma corriente facilitaba la eliminación de residuos hogareños, incluidos los sanitarios.

Los industriales también aprovecharon sus corrientes de aguas dulces gratuitas para los procesos de enfriamiento, fabricación o limpieza de sus establecimientos, devolviendo a los arroyos no solo detritus contaminados, degradables o no, sino también elevando la temperatura del caudal, hecho suficiente para modificar la existencia de toda la fauna y flora.

Los graneros de Buenos Aires y Rosario, instalados en los muelles de atraque, colaboran con miles de toneladas anuales, desbordadas de las cargas de centenares de barcos, robando el oxígeno del agua al descomponerse en su fondo.

La supuesta pérdida de agua pesada de Atucha causó temor en las poblaciones costeras, después de que Greenpeace la denunciara públicamente, pero todo quedó rodeado del mayor silencio. La existencia de usinas nucleares cercanas a los ríos, por su necesidad de enormes cantidades de agua para refrigeración, no deja de ser una espada de Damocles colgada sobre nosotros y una razón suficiente para vivir alertas ante la posibilidad de un Chernobyl argentino.

Como marino profesional cuento con una larga experiencia de navegación por los ríos Paraná, Uruguay y de la Plata, y he sido actor directo en cien casos de contaminación por petróleo, restos de cargas químicas, fertilizantes, metales de toda clase y, en fin, de todo lo que la industria extranjera nos han vendido en los últimos cincuenta años.

Hoy en día gracias al cambio operado en los transportes marítimos, se ha limitado la cantidad de residuos arrojados al mar. Sin embargo, tenemos la firme convicción de que, durante el manipuleo de esas cargas en muelles o fábricas, seguirán habiendo pérdidas causadas por negligencia o accidente, que ahora irán a los depósitos de basura de las ciudades y no directamente al río.

Esta nueva situación pone en peligro las capas freáticas que cobijan el agua que todos bebemos. El lixiviado de esos enormes montones de basura penetrará en la tierra, yendo a contaminar, inexorablemente, los cauces subterráneos de agua potable cercanos a las ciudades.

Las bahías de Montevideo y Buenos Aires reciben aún los residuos fecales de millones de seres humanos que habitan en ambas ciudades, mediante sistemas sanitarios construidos en el siglo pasado,- hecho que contribuye, día a día, a la descomposición del agua- sin que los gobiernos tomen medidas adecuadas.

Famosas playas, en ambas orillas, han sido vedadas al uso público debido a su alto grado de contaminación.

Somos conscientes de que son necesarias obras de ingeniería de elevados costos, pero teniendo en cuenta que el fin sería mejorar la calidad de vida de las poblaciones, estas obras sanitarias deberían tener prioridad ante la construcción de faraónicos puentes, edificios públicos de ofensivo confort para la burocracia estatal o gastos militares en tanques, aviones y barcos que estos países no necesitan.

Pero el daño producido en nuestros ríos ha sido producido solamente por los nacionales, sino que algunos puertos de esta región han sido utilizados por barcos extranjeros para descargar sus detritus contaminantes directamente al mar o desembarcándolos con camuflaje de materiales inofensivos.

Seguramente que el nuevo sistema de Zonas Francas y ?containers? alentará la llegada de desechos desde Europa y Estados Unidos, que podrían quedar aquí depositados por años hasta que las autoridades resolvieran, mediante complicados expedientes, investigar qué contienen los conteiners abandonados por sus dueños.

Es de público conocimiento que la basura de Nueva York se intentó llevar a alas costas de Centroamérica y México mediante pago a los gobiernos, y que, ante la férrea oposición de los ecologistas, se evitó el peligro. Pero a cambio han creado barcos incineradores que la queman en medio del Atlántico, en ?aguas de nadie?.

Se dice que hasta las materias fecales de los parisinos se intentaron importar a la Argentina bajo la marca de abonos naturales. Desgraciadamente, en África todavía hay gobernantes que han negociado la descarga de miles de barriles de materia contaminantes en sus costas, previo pago de dinero que fue a sus cuentas en los bancos de Suiza.

El Río de la Plata ha sufrido modificaciones morfológicas que han alterado su constitución física en forma casi irrecuperable. Sus fondos se han venido aterrando en forma progresiva, y solo a fuerza de un costoso dragado se mantienen abiertos los canales que permiten el tránsito de los barcos que transportan nuestras producciones.

Felizmente ambos gobiernos, conocedores y conscientes del daño ya causado, toman medidas para salvar nuestra fuente de vida que es ese espejo de agua, combatiendo la depredación de la riqueza ictiocola, los derrames de petróleo, modernizando los sistemas sanitarios de las ciudades costeras, tratando de recuperar las riberas erosionadas y prohibiendo su uso como basurero sin control.

El Pantanoso y el Riachuelo serán testigos de la voluntad de los actuales gobernantes de escuchar el reclamo de sus pueblos.

Por Omar Medina Soca
Revista Eco – Fundación Unida