Tecnociencia: fetiche de nuestro tiempo

Por Luis E. Sabini Fernández

El desarrollo tecnocientífico impregna el mundo contemporáneo de un modo tal que podemos considerar a las sociedades actuales, y particularmente a las del hasta hace poco llamado Primer Mundo, como sociedades configuradas sobre la base de ese desarrollo y vertebradas por sus conocimientos.

El desarrollo tecnocientífico impregna el mundo contemporáneo de un modo tal que podemos considerar a las sociedades actuales, y particularmente a las del hasta hace poco llamado Primer Mundo, como sociedades configuradas sobre la base de ese desarrollo y vertebradas por sus conocimientos.

El conocimiento científico demostró una gran capacidad transformadora de la realidad circundante, de los propios seres humanos. Y con esa capacidad, convertida en éxitos prácticos, el quehacer científico ha ido desplazando poco a poco, siglo a siglo, otras dimensiones del hombre, que, en general no pueden presentar tan brillante foja de servicios.

Definir lo éticamente valorable y lo éticamente deleznable, lo bello y lo feo, resulta tan arduo que se puede comprender que el hombre tenga irresueltas estas cuestiones o que, incluso resueltas, se replanteen con renovada fuerza problemática que debe ser encarada una y otra vez.

La actividad científica moderna, limitándose al abordaje de los problemas más simples, pudo ir ganando terreno, hasta cubrir territorios enormes y complejísimos; el vasto conocimiento científico contemporáneo.

Tanto se ha desarrollado la actividad científica que en las actuales coordenadas se procura resolver cada vez más todo a partir y a través de la ciencia. Se ha producido así una paradójica absolutización de lo científico, una identificación del pensamiento científico con el pensamiento válido, como si la ciencia pudiera darnos los instrumentos para la resolución de todos los problemas humanos, de los éticos, los políticos, los existenciales, los estéticos.

Así nos encontramos con el afán de los elencos políticos dominantes de justificar todos sus pasos sobre la base de resoluciones presuntamente científicas o al menos objetivas. De allí la floración de "expertos", conocedores de áreas limitadas que se supone dominan "científicamente".

La relación entre ciencia, tecnología y poder ha ido variando con el tiempo y se está operando una concentración e incluso una unificación que, dados los presupuestos declamados de "sociedad abierta y pluralista" y del "culto a las libertades", resulta por lo menos altamente significativa.

En tiempos ya idos, ciencia y tecnología eran relativamente autónomos del poder. Ciertamente, los amos de las sociedades antiguas eran quienes disponían del saber, pero de modo ocasional, menos sistemático. El quehacer científico estaba concentrado en la actividad voluntaria, vocacional, a menudo solitaria, de pensadores. Ellos mismos como inventores, u otros, aplicaban los nuevos conocimientos adquiridos a desarrollos tecnológicos y con ellos retroalimentaban nuevos avances científicos, y como si fuera de paso, contribuían con el poder establecido. (Y también lo combatían, como en el ejemplo proverbial de Galileo Galilei que junta en su vida de manera muy fructífera las relaciones entre nuestros tres conceptos, ciencia, tecnología y poder: como fabricante de lentes, como técnico, construyó instrumentos, como el telescopio, que le permitieron avanzar en los conocimientos científicos (astronómicos en este caso) y como científico entró en conflicto con las creencias del poder establecido acerca de los movimientos terráqueos.)

Los centros de poder del s. XX -los estados, las grandes empresas-tienen hoy con la ciencia y la tecnología una relación muy distinta, tanto es así que ya no se puede hablar prácticamente de científicos o inventores independientes (siguen existiendo, pero ya no constituyen la corriente principal sino casos aislados, por las dificultades que tienen que vencer para llevar adelante sendas de conocimiento no institucionales, es decir que no estén "amparadas" por gobiernos o empresas multimillonarias y transnacionales). La ciencia y la tecnología se desarrollan cada vez más en grandes complejos militares y/o industriales.

La fusión de ciencia y técnica y su creciente función dentro de las estructuras de poder les otorga una presencia cada vez más imponente y problemática en nuestras vidas cotidianas. Por eso mismo es importante ser consciente sobre sus implicancias.

Una de tales es la idea, hecha sentido común en nuestras sociedades, de lo tecnocientífico como lo dado, lo incriticable (no ya lo incriticado), por su basamento científico.

Pongamos un ejemplo de la historia relativamente reciente. En una presentación ante la Comisión de Recursos Naturales y Conservación del Ambiente Humano de la Cámara de Diputados de la Argentina, que hizo la biogenetista anglochina Mae-Wan Ho durante su visita a este país en agosto de 2000, surgió una pregunta muy significativa. Ho hizo una presentación dramática puesto que las investigaciones realizadas en su propio ejercicio profesional la habían llevado a una visión muy cauta y crítica de la ingeniería genética en general y de los alimentos transgénicos en particular. Postulaba en todo caso, derivar o superar esa actividad por cauces nuevos, pero de un modo u otro impugnando siempre la actividad "normal" de los biólogos moleculares comprometidos en esas tareas.

Una colega de la disertante, una joven bióloga argentina, planteó con cierta rispidez: "-Me preocupan las críticas de la doctora Ho porque puede pasar que el vulgo [sic], enterado de algunos defectos de la ingeniería genética como el uso indiscriminado de antibióticos, o el uso de agentes tumorígenos, pasen a creer que cualquier tecnología es mala."

Obsérvese que la joven bióloga observada no hizo siquiera el menor intento de hacer una defensa de los métodos impugnados. Y sin embargo, fue muy contestataria. ¿Cuál es la lógica del ilógico planteo de esta bióloga molesta? ¿Qué presupuestos ideológicos, qué actitud la sostiene? Que si impugnamos una tecnología dada puede colapsar la confianza en "la" tecnología en general.

La conclusión forzosa de semejante "lógica" debería ser que más vale no impugnemos ninguna tecnología, así nos aseguramos la confianza del público para todas ellas.

Tácitamente la bióloga preguntante, a la que tanto costaba asimilar las observaciones críticas de Mae-Wan Ho reclama un cheque en blanco para el desarrollo tecnológico.

Y si hay algo que necesita un examen es precisamente la creencia de que el desarrollo tecnológico es bueno per se, porque sí.

Un solo ejemplo para justificar la última afirmación: la crisis ecológica planetaria a la que hemos ingresado de la mano de los despliegues tecnocientíficos no parece que podrá ser resuelta por vía tecnocientífica. Esa misma imposibilidad nos revela la potencialidad negativa de tanto cientificismo, actitud común a progresismos de derecha o de izquierda.

Es interesante analizar la actitud mental de nuestra bióloga porque es altamente representativa de mucha gente y en particular de elencos tecnocientíficos.

Si algo ha demostrado el desarrollo científico es que no alcanza por sí solo para garantizar una sociedad mejor; la historia nos enseña que los conocimientos tecnocientíficos se usan tanto para ayudar al hombre a vivir en la Tierra como para contaminar la Tierra enervando las condiciones de existencia de los hombres (y de los animales, de las plantas, de la vida en general y de todo el planeta, nuestro hogar celeste).

Algo más se presenta como subyacente a la preocupación citada; una suerte de doble función que se arrogan los científicos como colegio profesional. Se supone que persiguen la verdad como científicos, pero resulta que también están muy atentos a la credulidad del "vulgo".

Con lo cual el científico aúna, sin pensarlo tal vez, pero no diría sin quererlo, la doble función de sabedor y pastor de almas. La función de saber es la clásica del científico, pero su interés en que la gente "crea" les otorga la función de pastores, sacerdotal.

Esa doble función es peligrosa. Sobre todo porque está escondida, salvo en intervenciones "desnudas" como la de la joven bióloga.

(1) Que permite a los ingenieros genetistas seleccionar las plantas transgénicas pero al mismo tiempo liberan irresponsablemente al ambiente cantidades de antibióticos con el resultado inevitable de agravar un problema ya de alcance mundial, que es el de la resistencia bacteriana al tratamiento mediante antibióticos debido a la formación permanente de cepas resistentes.

(2) Los ingenieros genetistas se valen de tales agentes porque son los que mejor franquean la entrada de genes extraños a las células que se quieren modificar genéticamente. Ho y otros investigadores sostienen que eso es "jugar con fuego".

Se impone discernir dos planos, absolutamente distintos, pero que actitudes como la analizada confunden. Por un lado, no es cierto que una técnica (o un desarrollo científico) esté legitimado por el hecho de su mera existencia. Ni la ciencia ni la técnica gozan de un seguro propio de legitimación, es más bien el poder establecido el que introduce esa legitimidad (tanto por la financiación previa como por el uso posterior).

Sin embargo, también es cierto que cada avance tecnocientífico, una vez dado, adquiere una facticidad que va más allá de toda legitimidad extra- o supra- científica o técnica. Aun cuando podamos entender problemática o preocupante esa adquisición, una vez existente adquiere tan categórico peso de existencia como si fuera el más bendecido avance. Hablamos de la dificultad en ese caso ante la irreversibilidad de las acciones humanas. La humanidad no se introduce en la ignorancia, únicamente sale de ella (sólo que, diríamos, no sabe por qué puertas).

Esta irreversibilidad total o casi total del avance tecnocientífico es lo que algunos confunden con su legitimidad.

Es precisamente ese rasgo de las adquisiciones o de los desarrollos tecnocientíficos lo que aumenta de modo decisivo la problematicidad de este tipo de conocimiento y sus aplicaciones. Por eso se hace tan importante una política al respecto. El investigador Brian Tokar aclara: "En los últimos años las investigaciones destinadas a crear nuevos productos agrícolas manipulados genéticamente han tenido un ritmo vertiginoso; en contraste, la marcha de las investigaciones sobre sus posibles consecuencias han sido de una lentitud pasmosa (Revista del Sur, no 67, Montevideo, mayo 1997). Y Jerome Rifkin estima que el Ministerio de Agricultura de EE.UU. dedica apenas un 1% de su presupuesto a investigar los efectos ambientales de los cultivos transgénicos. Es indudable que existe una política que no fomenta la investigación de los efectos de aquellas experimentaciones que sí se estimulan.

Pero hay un segundo aspecto para tener en cuenta que da por tierra con la pretensión de la joven bióloga refractaria a las críticas de Ho: y es que si el desarrollo tecnocientífico no es un proceso necesario, eso quiere decir, parafraseando a Nebbia, que hay otros procesos posibles. De eso, científicos que por definición no pertenecen ni al "vulgo" ni son críticos del cientificismo, son bien conscientes. Obsérvense estas consideraciones de César Milstein, anglo-argentino, premio Nobel de Medicina: "Factores externos tienen gran importancia -gobiernos, dinero- en la ciencia. No influyen, no pueden influir en los resultados de la elaboración científica. Estos factores pueden influir, en cambio, en el mayor o menor crecimiento de las diversas ramas de la ciencia e incluso dentro de una determinada rama." (suplemento Futuro, Página12, Buenos Aires, 10/8/1991). Si semejantes condicionamientos se reconocen en la actividad científica, ¿qué decir de lo tecnológico?

El cambio de los vínculos entre el poder (político, militar, económico) y las actividades tecnocientíficas ha sido radical; la relativa autonomía de que éstas gozaban ha cedido el lugar a una total dependencia. Y a una significativa inversión mediante la cual los impulsos "innovadores" provienen de las aplicaciones tecnológicas que son las que posibilitan los grandes dominios geopolíticos y los cuantiosos dividendos.

Es la tecnología la que parece llevar ahora la ciencia a remolque. En lugar de un futuro abierto como tuvo tradicionalmente la ciencia, siempre de dudosa aplicación hoy parece tener su futuro asegurado al servicio de una expansión tecnológica sin pausa. Pero ya sabemos que la expansión tecnocientífica no es ni neutra ni independiente. Tiene nombre y apellido.

La situación presente nos impele a una responsabilidad mucho mayor respecto del destino y del sentido de la actividad tecnocientífica. Para limitarnos al área bioquímica y biogenética: la clonación, la ingeniería genética, las terapias génicas, el alegado mejoramiento de la especie, no son cuestiones científicas: nos atañen a todos.

La sociedad en que vivimos es la que así se está construyendo (o destruyendo).

* Luis E. Sabini Fernández
Periodista especializado en cuestiones ambientales, a cargo del Seminario de Ecología en la cátedra libre de DD.HH. de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, corresponsal del semanario Arbetaren, de Estocolmo, editor de la revista cuatrimestral Futuros.