Por Antonio Elio Brailovsky
Una aproximación a la viabilidad de aplicar mecanismos de democracia participativa o semidirecta en la gestión ambiental, tanto en el nivel nacional como en el nivel local, y a la forma en que la política ambiental puede contribuir a vincular el ambiente con otras áreas de la gestión.
1. Introducción: la participación ciudadana para definir un Proyecto Nacional
El presente trabajo consiste en una aproximación a la viabilidad de aplicar mecanismos de democracia participativa o semidirecta en la gestión ambiental, tanto en el nivel nacional como en el nivel local, y a la forma en que la política ambiental puede contribuir a vincular el ambiente con otras áreas de la gestión. Apunta a analizar la experiencia reciente sobre los mecanismos de participación ciudadana y el modo en que los mismos podrían aplicarse de un modo mucho más general de lo hecho hasta ahora.
La noción de democracia está en crisis. El mero acto formal de votar a un gobierno que puede incumplir sus promesas electorales y actuar en contra de los intereses de aquellos a quienes representa es algo más que una posibilidad teórica en nuestros días.
Durante la mayor parte de los siglos XIX y XX, el eje central del conflicto político se desarrollaba entre actores sociales que integraban partidos políticos o grupos ideológicos diferentes. Muchas veces, la violencia política tuvo que ver con las pasiones desatadas por distintas maneras de ver el país. Las instituciones que se desarrollaron durante ese largo período tenían que ver precisamente con eso, con la confianza y afinidad que unía a dirigentes y seguidores en torno de un proyecto político compartido.
En ese contexto (y en ese período histórico), la concepción predominante sobre las instituciones representativas era que éstas eran lo más parecido posible a la definición que da Abraham Lincoln de la democracia: "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Y las situaciones de falta de legitimidad se debían al incumplimiento de los mecanismos de representatividad, por acción del fraude electoral o por golpes de Estado. En esa etapa histórica, mucha gente se jugó la vida para que sus representantes pudieran acceder al Gobierno, una acción inimaginable al día de hoy. Esas personas confiaban en las instituciones y actuaban porque querían que esas instituciones funcionaran tal y como lo manda la Constitución Naiconal.
Pero actualmente, el descrédito de la actividad política y de las personas que la realizan nos obliga a pensar de nuevo el sistema institucional. En la actualidad existe un fuerte conflicto entre representantes y representados, que tiene una intensidad mucho mayor al conflicto que enfrenta a partidos e ideologías entre sí.
Todos los años pregunto a mis alumnos del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires (tengo 5 mil alumnos por año) por su opinión sobre nuestro sistema político. Como en cualquier consulta de éstas, las opiniones son siempre variadas, aunque con un elevado nivel de críticas. Pero el último año, 5 mil personas, en su mayoría jóvenes, me contestaron, de un modo unánime, que nuestro sistema político no les satisfacía ni les despertaba confianza. Una proporción muy alta lo dijo en términos particularmente duros, sin hacer distinciones entre ideologías ni sectores políticos.
El uso generalizado de la expresión "clase política" es otro síntoma de esta crisis de la democracia. Para muchos ciudadanos, los políticos constituyen una clase social con intereses propios, que defienden de un modo corporativo, aún en contra de los intereses de sus propios votantes.
Este conjunto de sentimientos y opiniones expresa un conflicto social que debe tener su correlato institucional. Las instituciones de la democracia representativa no pueden hacer frente a este tipo de necesidades sociales. El conflicto de intereses entre representantes y representados requiere la apertura de nuevas formas de democracia participativa.
Al respecto, vale la pena insistir en que la participación ciudadana no es un adorno que dependa de la buena voluntad del funcionario que convoca a participar sólo en aquellos casos en los que espera ser elogiado. Para que la participación sea real, es necesario crear mecanismos institucionales de cumplimiento obligatorio, con independencia del interés de los funcionarios en ellos.
Las herramientas de participación ciudadana tuvieron una muy amplia expansión -especialmente en países del Tercer Mundo- a partir de la ECO´92 de Río de Janeiro, en la que se aprobó un documento llamado Agenda 21, que recomendaba su aplicación generalizada. De este modo, los mecanismos de democracia semidirecta ingresan a la política a partir de los temas ambientales, aunque no quedan restringidos a ellos.
Esto se vincula, a su vez, con la necesaria relación que debe existir entre economía y ecología, y con la necesidad de que la economía recupere el rol que históricamente tuvo. A partir de que Adam Smith definiera los lineamientos generales de la ciencia económica, a fines del siglo XVIII, hubo consenso entre los economistas en que su función era promover la producción, distribución y consumo de bienes y servicios [1]. Y desde los escritos de John Maynard Keynes, realizados durante la crisis de la década de 1930, se agregó el aumento de la ocupación como uno de los objetivos centrales de toda política económica [2]. Unos años atrás, nadie hubiera imaginado el desinterés de los responsables de la política económica de las últimas décadas en la creación directa de empleos.
Durante toda la historia de la economía política, estas variables (consideradas como las variables reales) estuvieron en el centro de las preocupaciones de los economistas, y las variables financieras fueron consideradas sólo como instrumentos adecuados para un mejor funcionamiento de las variables reales.
Sin embargo, a fines del siglo XX se impuso en la Argentina la idea de que la política económica sólo se ocuparía de las variables financieras mientras el mercado (es decir, un pequeño grupo de grandes corporaciones) se ocuparía de las variables reales. Es indispensable recordar que, si bien esta concepción fue ampliamente publicitada en todo el mundo, el único país en el que se llevó realmente a la práctica hasta sus últimas consecuencias es la Argentina.
Los resultados de que la política económica abandonara a su suerte al sector real de la economía y se concentrara exclusivamente en los aspectos financieros están a la vista: desde el poder se piensa al país sólo como un tomador y pagador de préstamos internacionales, mientras se produce la destrucción del sistema productivo argentino, y se corre el riesgo de que esa destrucción se extienda también a su sistema institucional.
El desprestigio de la política en nuestro país no se origina solamente en la publicidad de los actos de corrupción (los que, por otra parte, han estado siempre presentes en todos los regímenes políticos de la historia) sino en la aceptación por parte del sector político de un modelo de país que dejó afuera a la mayor parte de la población.
El volver a pensar la economía y la política económica requieren de un complejo proceso de integración entre economía y ecología. Así como la participación ciudadana no puede ser un adorno de las instituciones representativas, la política ambiental no puede estar desvinculada de las grandes obras públicas y privadas, del uso productivo de los recursos naturales, de los procesos de urbanización, etc.
En otras palabras, que la política económica requiere de un plan de desarrollo (que no lo hará el mercado sino que debe hacerlo el Estado) y que es necesario integrar la política ambiental a esa política de desarrollo.
Para las concepciones del período anterior al monetarismo, bastaba con que los funcionarios de Economía y los de Medio Ambiente se pusieran a trabajar juntos. En la actualidad, debido a la crisis de la democracia que estamos mencionado, no alcanza con al colaboración horizontal entre ministerios diferentes. También es necesario integrar la participación ciudadana a un esquema que una la política ambiental con las estrategias de desarrollo.
Todo esto nos lleva a pensar de otra manera las complejas relaciones existentes entre la sociedad y el Estado. La función de la participación no es sólo controlar a un gobierno sino también establecer redes de solidaridad social que contribuyan a redefinir el modelo de país.
Un Proyecto Nacional como el que se necesita desarrollar no puede ser obra de un grupo de técnicos iluminados, ni puede quedar librado a ese pequeño grupo de empresas a las que hoy se conoce como "los mercados". Un Proyecto Nacional necesita de un proceso social de construcción de consensos que vaya mucho más allá de todo lo que se haya hecho hasta el presente.
Al mismo tiempo, se requiere de la implementación de mecanismos semejantes en los distintos niveles del Estado. La participación tiene instancias nacionales, provinciales y municipales, adecuable al tipo de decisiones que se toman en los respectivos niveles.
Sería un acto hipócrita el construir mecanismos de participación en torno de decisiones irrelevantes, mientras se toman centralmente las decisiones de fondo. Por ejemplo, en la Ciudad de Buenos Aires se convoca a audiencia pública cada vez que se asigna o cambia el nombre de una calle pero no hay ninguna forma de consulta a los vecinos sobre las prioridades en materia de obras públicas. Es más: la mayor parte de las normas sobre participación ciudadana la excluyen de toda decisión vinculada con aspectos impositivos y presupuestarios.
Por el contrario, nuestro punto de vista es que la participación debe implementarse en aquellos temas más conflictivos y de más difícil resolución. Precisamente porque se trata de incorporar al ciudadano común al proceso decisorio de un modo y con una intensidad como no había ocurrido hasta el presente.
Por eso nos interesa hablar de las herramientas existentes para hacerlo, y de sus alcances y limitaciones.
2. Alcances y niveles de la participación:
El primer tema a plantear (que parece obvio, pero no lo es), se refiere a los motivos de la participación. Siempre se participa para algo y por algo. La participación planteada como fin en sí mismo ha sido la causa del fracaso de muchas iniciativas, que encubrían una operación política, antes que un objetivo de participación ciudadana.
Los objetivos pueden ser:
1. Informar a los representantes del pueblo antes de que tomen alguna decisión (participación consultiva).
2. Lograr la aceptación del electorado de una norma en vías de implementación para la sanción de una ley o la fijación de una nueva política (participación confirmativa).
3. Impulsar el tratamiento del tema por algunos de los poderes del Estado (participación de iniciativa).
4. Informar a los ciudadanos a los que se aplicará una nueva norma o una política determinada (participación confirmativa).
5. Participación en la gestión de servicios públicos prestados por organismos descentralizados de la Administración, como los consejos directivos integrados por usuarios (participación en la gestión).
6. Integrar órganos colegiados o consultivos del gobierno, representando a diferentes sectores de la sociedad (participación en la gestión).
7. Expresar el rechazo social a normas o medidas propuestas por la Administración o por el Poder Legislativo (participación reactiva).
Estos objetivos convierten a la participación en un mecanismo dinamizador de la Administración Pública, que permite conocer las reales demandas de los múltiples sectores que conforman la sociedad y formular las soluciones necesarias en el momento apropiado[3].
Al mismo tiempo, las herramientas participativas son una forma de canalizar las diferencias que surgen de conflictos sociales. Se trata de evitar que los conflictos se resuelvan siempre a favor de aquellos que tienen más poder e influencia política o económica y se atienda a las necesidades de las mayorías. La bibliografía académica sobre el tema tiende a subestimar el último de los siete puntos anteriores, que es el de la expresión del conflicto social.
A veces se menciona la participación como un modo de informar a los decisores políticos sobre las opiniones de la población. Sin embargo, casi siempre el que decide sabe a quién está beneficiando y a quién está perjudicando con sus medidas. Los gobiernos no suelen ser inocentes en su forma de proceder. Es decir, que nos interesa que participe la gente para informar e informarse, pero muy especialmente nos interesa la participación de los más afectados (o más perjudicados) por las medidas que vayan a tomarse.
La importancia de estos instrumentos participativos no puede ser subestimada. Se trata de encontrar formas de canalizar los eventuales disensos de modo que no devengan en conflictos sociales que pongan en peligro la gobernabilidad.
Los mecanismos de participación pública son, también, la contrapartida necesaria de la posibilidad de realizar "negocios verdes" en el nivel local,
a partir de la realización de obras de saneamiento, por ejemplo. En efecto, los beneficios económicos de las actividades de saneamiento y la consiguiente valorización de las tierras beneficiarán a un sector empresario (generalmente orientado hacia las inversiones inmobiliarias) que es el que aparece como la estrella en muchos programas de esta índole. Sin embargo, no puede haber negocios verdes sin un amplio consenso de la comunidad sobre la forma de llevar a cabo dichas actividades y sus eventuales consecuencias (favorables o desfavorables) sobre el ambiente local.
La experiencia reciente indica que la gestión social de cualquier tipo de proyectos es, por lo menos, tan compleja como sus aspectos de ingeniería y que merece una atención similar.
Al comienzo de la actual etapa democrática en Argentina, la participación pública apareció como el trasplante de una utopía. En diversas sociedades del Norte se habían aplicado formas de democracia semidirecta que estaban dando resultados satisfactorios. Bastaba con copiar esas recetas para perfeccionar nuestro orden social. Sobre esa base, se ensayaron una serie de experiencias que no siempre tuvieron en cuenta lo que significaba aplicar dentro de un cierto contexto social las instituciones nacidas en otro contexto muy distinto.
En consecuencia, se trata de analizar las herramientas disponibles en materia de democracia participativa y evaluar su viabilidad en el caso de la política ambiental a escala municipal de modo de considerar su integración a los proyectos (ambientales, industriales, inmobiliarios, etc.) que se vayan a realizar.
Aquí se planteará una serie de hipótesis, que son en su mayor parte resultado de la experiencia del autor en el tema participativo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Si bien los resultados no son extrapolables en forma lineal a todo el país sin la realización de un estudio empírico específico, es posible avanzar en la construcción de hipótesis a partir de la respuesta de los actores sociales porteños ante problemas semejantes. Esto equivale a suponer que las diferencias en la cultura social y política de unos y otros actores sociales es escasa.
3. Los actores sociales que no deliberan ni gobiernan:
La utilidad de dichos mecanismos de participación pública aún no ha sido claramente aceptada por la mayor parte de los integrantes de nuestros sectores políticos y por los del sector empresario. En última instancia, aceptar la participación significa ceder poder a otros en forma voluntaria, lo que tiene escasos antecedentes en la historia humana, casi todos catastróficos.
Basta con recordar la convocatoria a los Estados Generales realizada por Luis XVI, que disparó la Revolución Francesa que terminó decapitándolo. O la tragedia del Rey Lear, inmortalizada por Shakespeare, que entrega el poder a sus hijas para que éstas lo transformen en un mendigo. En consecuencia, una de las aproximaciones necesarias al tema es la discusión sobre los incentivos para que los sectores de poder acepten, deseen o toleren la implementación de mecanismos de democracia participativa.
Para ello, es necesario señalar que las herramientas de democracia semidirecta son una respuesta reciente a la crisis del sistema de democracia representativa. Suponen la institucionalización de mecanismos idóneos para resolver una amplia gama de conflictos sociales, entre los cuales tienen un enorme peso las diferencias entre los representados y sus representantes.
En efecto, el modelo constitucional del siglo XVIII, que nuestra Constitución Nacional aún mantiene en lo esencial, supone una identidad de intereses entre representantes y representados. La tajante afirmación de nuestra Carta Magna, de que "el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes" [4], significa la prohibición explícita de toda forma de participación pública. Así fue entendido durante el siglo XIX, y este artículo fue empleado como fundamento para la represión policial a los reclamos formulados por disidentes de diversos colores ideológicos. Esto, por otra parte, es coherente con la concepción global sobre las relaciones entre la sociedad y el Estado que sobrevuela la Constitución de 1853.
Por ejemplo, comentando la institución del Colegio Electoral y la consiguiente elección indirecta del Presidente de la Nación, José Manuel Estrada explicaba que cumplía una función de reaseguro del sistema institucional porque, en el caso de que el pueblo se equivocase al elegir al Presidente, ese error podía corregirse en el Colegio Electoral [5]. En ese contexto, si tenemos un poder pensado para corregir los errores que cometa el pueblo ¿para qué queremos escuchar lo que pueblo quiera decir?
Es significativo que la última reforma constitucional de 1994 haya incorporado algunas herramientas de democracia participativa pero no haya eliminado el artículo que prohíbe la participación, lo que sugiere cuáles son los límites que el Poder Constituyente asigna a la participación pública.
Por eso, discrepamos con el punto de vista de Vanossi, quien sostiene que el hecho de que la vieja Constitución Nacional no contemplara expresamente mecanismos participativos (se refiere, explícitamente, a las consultas populares directas), no implicaría su condena. Es decir, que el silencio de la norma no debería interpretarse como una prohibición expresa. Vanossi supone que el espíritu de la Constitución sólo prohíbe prácticas inorgánicas como la asonada y la pueblada, propias de aquella época, y no formas institucionalizadas de participación popular [6].
Una Constitución no es sólo su texto, sino que también debe ser interpretada en el contexto histórico en que fue redactada, y en eso nos parece que no deja lugar a dudas la voluntad de los Constituyentes de 1853 de elaborar un modelo elitista, que dejara afuera a la mayor cantidad de gente posible. Por algo, durante más de medio siglo después de la sanción de esa Constitución, las elecciones se ganaron robando las urnas a punta de pistola y llenándolas con boletas propias.
Esta concepción no ha sido completamente modificada con la última reforma, sino que se ha hecho un híbrido, que contempla nuevos mecanismos participativos sin reemplazar los anteriores bloqueos a la participación.
Y es que, a pesar de su última reforma, nuestro texto constitucional está inspirado en la Constitución norteamericana de fines del siglo XVIII. Un modelo constitucional de dos siglos atrás nos parece inadecuado para responder a las complejas necesidades de la sociedad actual.
En la construcción e implementación de un Proyecto Nacional se requiere crear las condiciones para que el pueblo delibere de un modo regular y sistemático aunque no gobierne. Los mecanismos participativos son los que institucionalizan la deliberación del pueblo.
La apertura participativa tiene que ver, en particular, en lo que hace a la indicación de políticas sobre temas relevantes. Por ejemplo, cuando se dictó la Constitución Nacional bastó con indicar: "díctese un Código Civil". No se dijo "díctese un Código Civil liberal", ya que nadie hubiera imaginado dictar un Código que fuese feudal o marxista. Pero en la época actual parece ser necesario dar indicaciones más precisas sobre lo que será la interpretación legislativa del texto constitucional. Una de las mayores críticas que podemos hacer a la última reforma de la Constitución Nacional es que allí algunos lobbies operaron para disminuir al mínimo los derechos garantizados, lo que es particularmente claro en el caso de los derechos ambientales. El antecedente que les preocupaba era la Constitución brasileña, que enunciaba minuciosamente los derechos de la población. Al verlos escritos, la gente reclamó por esos derechos que les prometían, generándose conflictos sociales diversos. Precisamente para evitar o minimizar dichos reclamos, los constituyentes nacionales decidieron otorgar a nuestro pueblo la menor cantidad de derechos posible.
En el caso de la Ciudad de Buenos Aires, en cambio, se planteó el punto de vista opuesto. Se consideró preferible ampliar al máximo los derechos y garantías explicitados. Por tanto, son el fundamento de los mecanismos que permitirán su ejercicio a escala local.
La Constitución de la Provincia de Buenos Aires mantiene los mismos criterios que la Constitución Nacional. Su reforma de 1994 consistió en la mera adición de algunos artículos sobre una estructura conceptual arcaica, en la que hay poco espacio para herramientas participativas.
Esta experiencia sugiere que la aplicación de mecanismos de democracia semidirecta en cada caso particular requiere de la explicitación de una amplia gama de derechos ambientales y participativos que permitan a la población involucrada confiar en que los mismos serán respetados, con independencia del interés político de la autoridad de aplicación. Se necesita de la explicitación de dicho reconocimiento en la forma más minuciosa posible, para aventar la desconfianza pública y expresar el compromiso de las autoridades por una experiencia ambiental participativa.
Es probable que se requiera de criterios enumerativos, los que han sido tradicionalmente cuestionados como de técnica legislativa dudosa. Sin embargo, la población necesita ver escritos sus reclamos de un modo preciso y no genérico, lo que debería llevarnos a poner por delante las necesidades específicas de la norma (y la relación entre los que la dictan y sus usuarios) antes que una teoría jurídica poco útil para este caso.
El principal obstáculo para el logro de la participación pública es la falta de confianza generalizada en las instituciones y en los políticos profesionales. Esto nos lleva a un doble juego, que es la necesidad de crear instrumentos que generen confianza, de modo que los vecinos estén dispuestos a utilizar las herramientas participativas.
El riesgo es que tales herramientas queden monopolizadas por los militantes políticos y sus entidades no gubernamentales colaterales, y que dejen muy pocos espacios para la actuación real de los ciudadanos más independientes.
4. Establecimiento del derecho a la información:
La participación pública es impensable sin un adecuado sistema que permita la accesibilidad de la información pública a todos los actores sociales involucrados. Está claro que el principio de publicidad de los actos de gobierno forma parte indispensable de todo régimen republicano. Sin embargo, la naturaleza de dicha publicidad es distinta según aceptemos criterios de democracia representativa o de democracia participativa.
Una las derivaciones de los criterios tradicionales de democracia representativa es el del secreto de determinados actos de gobierno. En efecto, los principios representativos aplicados a partir de las revoluciones francesa y norteamericana de fines del siglo XVIII suponían que se reemplazaba el orden monárquico emanado de Dios por un poder emanado del pueblo, que encontraba su legitimación en el acto mismo del sufragio. Pero una vez instalado el poder, su forma cotidiana de actuar y su naturaleza misma podían no ser demasiado diferentes de las que caracterizaba a los poderes del Antiguo Régimen.
De hecho, toda nuestra normativa sobre el desarrollo de la función pública está tomada de los principios napoleónicos y tiene por piezas fundamentales la discrecionalidad de los administradores y el secreto de los actos que ocurren en el interior del gobierno.
Recíprocamente, para la democracia representativa es fundamental la publicidad de las acciones exteriores del gobierno (es decir, las que van del gobierno a la comunidad). Una de sus manifestaciones es la publicación de los Boletines Oficiales, que registran y difunden Decretos, Leyes y Resoluciones. En aplicación de este principio, dichas normas no tienen vigencia desde el momento en que son sancionadas, sino desde el momento en que son publicadas.
Por estas razones, las diversas dictaduras militares y gobiernos de facto utilizaron con frecuencia las leyes y decretos secretos. Es decir, que al no ser representantes del pueblo sino sólo de sí mismos, no se sentían obligados a dar a publicidad ni siquiera las acciones externas de sus respectivos gobiernos.
Por el contrario, las acciones internas del Estado no han estado habitualmente comprendidas dentro de los temas a los que alcanza la publicidad de los actos de gobierno.
Un borde ambiguo entre unas y otras ha sido el de los gastos reservados. Bajo pretextos tales como la defensa nacional, se asignaron grandes sumas de dinero a destinos que no se explicaron, lo que permite suponer al menos la posibilidad de desvíos de índole corrupta. Los fondos reservados, característica importante de los gobiernos de facto, continúan todavía bajo el régimen constitucional.
También es significativa la frecuente contradicción entre una normativa constitucional o legal que otorga un derecho como el que estamos analizando y una normativa (o una práctica) administrativa que lo niega. Los ámbitos municipales son tradicionalmente sitios de información cerrada al público usuario. Se da entonces la paradoja de un derecho constitucional negado por una norma de mucho menor jerarquía, como lo es una resolución de un director municipal, por ejemplo.
Las restricciones a la información pública son, sin embargo, mucho más fuertes en el nivel nacional que en el de la Provincia de Buenos Aires. Al respecto, comentan Sabsay y Tarak que "la reforma de nuestra ley fundamental de 1994, si bien introdujo la problemática ambiental y del desarrollo sustentable en su texto, se olvidó del reconocimiento del derecho de libre acceso a la información pública. La lectura del artículo 41 consagratorio del derecho a un ambiente sano establece entre sus disposiciones que las autoridades proveerán a la información ambiental. Pero, ¿qué sucede cuando ellas no cumplen con su cometido o lo hacen en forma defectuosa o retrasada en el tiempo? El artículo que hemos citado no dice nada al respecto. Es evidente que el redactor se ha quedado corto. No dudamos que le ha impuesto a los gobernantes determinado tipo de obligaciones en materia de información. Entendemos que son ellas:
"* La necesidad de almacenar la información;
"* La necesidad de hacerlo de manera sistemática y periódica;
"* La necesidad de ordenarla de manera de facilitar el acceso a la misma.
"Consideramos que estas tres obligaciones surgen de manera implícita. Pues cómo proveer lo que no se ha guardado, cómo pensar que la información pueda ser guardada de manera desordenada y por último tampoco sería razonable pensar que el redactor de la Constitución ha cumplido con la obligación fuera de toda periodicidad en el tiempo. Dadas estas aseveraciones que estamos haciendo creemos que se ha avanzado mucho" [7].
La Constitución de la Provincia de Buenos Aires tiene un mayor grado de avance al respecto que la Constitución Nacional, ya que la de la Provincia determina como obligación de la misma: "garantizar el derecho a solicitar y recibir la adecuada información y a participar en la defensa del ambiente, de los recursos naturales y culturales" [8]. Algo semejante ocurre en la Ciudad de Buenos Aires, aunque el principio de publicidad de información no tiene un cumplimiento efectivo.
Es significativo el que en todas las normas sobre la función pública se exija a los empleados del Estado el mantener silencio sobre los hechos que conozcan en el ejercicio de sus tareas [9]. También es significativa la frecuente contradicción entre una normativa constitucional que otorga un derecho como el que estamos analizando y una normativa administrativa que lo niega. La aplicabilidad de esta herramienta en la discusión sobre las futuras estrategias de desarrollo económico requiere de la generación de una normativa específica para la disponibilidad de la información ambiental en los niveles nacional, provincial y municipal.
Si se desea que los ciudadanos asuman un rol protagónico en el proceso de recuperación del país, la información que reciban no puede estar mediatizada por los deseos o intereses de las autoridades.
Toda la información existente debe estar disponible, con independencia de la opinión de los funcionarios sobre las supuestas consecuencias de esta disponibilidad. También es necesario establecer un mecanismo idóneo de reclamos para el caso de ocultamiento de información ambiental.
Al respecto, la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires deja expedita la vía de la acción de amparo, como modo de acceder rápidamente a la misma. Es significativo que tanto la Ley vigente en la Ciudad de Buenos Aires como todos los proyectos legislativos vinculados con el derecho a la información ambiental no obliguen al peticionante a justificar los motivos por los cuales solicita dicha información [10]. Es decir, que se presupone que la información ambiental es del interés propio de quien la pide. Sin embargo, las dificultades y costos de hacer una acción de amparo no están al alcance de todos. Inclusive, nuestra práctica en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires muestra que son varios los organismos gubernamentales que niegan información a la Defensoría. En este caso, cuando los pedidos de informes suman varios centenares, no hay estructura administrativa capaz de iniciar centenares de acciones de amparo para obtener cada uno de los informes solicitados.
La experiencia demuestra que la tutela ejercida por los organismos públicos es insuficiente para el cuidado del medio ambiente y la calidad de vida. Se hace indispensable que los propios afectados cuenten con toda la información necesaria sobre los hechos que puedan incidir sobre sus vidas, sin que se deba alegar secreto empresarial o estratégico. En la Argentina los entes públicos y privados abusan del secreto y el ejercicio de los derechos vinculados con el sistema democrático requiere de un grado mucho más alto de transparencia informativa.
El tema ha sido incluído en la Constitución de Río Negro (art. 26), de San Juan (art. 27), en la de la Ciudad de Buenos Aires (art. 26), etc. Cualquier proyecto participativo requiere su explicitación en el nivel que se realice.
Este aspecto puede llegar a ser particularmente sensible en los próximos años, ya que la salida de la actual situación económica pude implicar el chantaje de aceptar cualquier forma de contaminación o degradación ambiental a cambio de la creación de empleos, como, por otra parte, ya está ocurriendo. Por ejemplo, a mediados del 2001 se intentó privatizar terrenos del Parque Pereyra Iraola para emprendimientos inmobiliarios, con el argumento de que la destrucción de ese parque público permitiría crear nuevos empleos. Lo mismo está ocurriendo con proyectos mineros muy contaminantes en varias provincias. Va a ser el momento en el cual la información ambiental juegue un rol decisivo.
5. El ambiente como patrimonio común y el amparo ambiental: el aire es de todos
La posibilidad de cuestionar judicialmente las decisiones del poder administrador es otra de las herramientas de la democracia participativa, que pone en cuestión los modelos tradicionales de relación entre gobernantes y gobernados.
Los principios básicos de discrecionalidad de la Administración Pública impidieron durante mucho tiempo la realización de este tipo de acciones. Al respecto, los principales especialistas en derecho administrativo cuestionaron la validez de este tipo de herramientas, por considerar que limitaban el poder otorgado por el pueblo en los actos electorales y podían impedir el cumplimiento de los cometidos del poder administrador. En un juicio en el que tres ciudadanos pedimos la prohibición del defoliante 2,4,5-T (que había sido usado como arma en la guerra de Vietnam), el abogado de la parte contraria sostuvo que los administrados no podían cuestionar las decisiones del poder administrador [11]. La discusión de fondo era: ¿estábamos actuando como administrados sujetos al poder de turno o como ciudadanos que ejercen sus derechos?
Para que un derecho pueda ser defendido judicialmente (por la vía del amparo o de alguna otra) es necesario que sea reconocido como de jerarquía constitucional, ya sea explícito o implícito.
La Constitución Nacional establece que "todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano, y tienen el deber de preservarlo" (art. 41).
En algunas constituciones extranjeras y provinciales también se amplía la expresión como el derecho de todos sus habitantes "a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado". Se trata simplemente de un error. El equilibrio ecológico no es una expresión genérica, del tipo del bienestar general. Es una expresión estrictamente técnica, referida a los ecosistemas en estado clímax, y, que por ende, han evolucionado sin intervención humana. El Estado no puede garantizar el equilibrio ecológico, ya que ese equilibrio sólo es posible si se elimina la intervención humana sobre los ecosistemas. Para lograr el equilibrio ecológico, sería necesario arrancar los cultivos y demoler las ciudades. Lo que, obviamente, no es posible ni deseable.
Al estar consagrando derechos ambientales estamos planteando que la legislación debe explicitar esos derechos y establecer los mecanismos necesarios para su ejercicio. ¿En qué derechos pensamos? El derecho a respirar aire puro, a beber agua limpia, a una alimentación química y bacteriológicamente pura; el derecho a circular y habitar en áreas libres de residuos, a un ambiente laboral sano, al uso y goce de espacios verdes y abiertos, a la preservación del silencio, a habitar en una ciudad no contaminada visualmente.
La inclusión del deber de preservar un ambiente sano ha sido incorporado a la Constitución Nacional. También está en las constituciones del Perú (art. 123), España (art. 45), Córdoba (art. 38), Formosa (art. 38) Jujuy (art. 22), La Rioja (art. 66), Río Negro (art. 84), Salta (art. 78), etc. En la Constitución de la Provincia de Buenos Aires se dice "conservarlo y protegerlo", para señalar que las agresiones al ambiente son intencionales y que requieren de una defensa activa (art. 28).
Esto apunta a que cada habitante proteja los propios derechos y los de las demás personas. El que la protección ambiental sea, al mismo tiempo, un derecho y un deber, lo ubica dentro de los derechos sociales. Además, la orden de que cesen las actividades que supongan un daño al ambiente es mucho más enérgica y hasta ahora aparece sólo en la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires.
También la Constitución Nacional, afirma que "las actividades productivas que satisfagan las necesidades presentes no comprometerán las de las generaciones futuras". La obligación de reparar los daños se refiere implícitamente a personas, ecosistemas y patrimonio construído porque apunta a aspectos distintos: indemnizar a las personas afectadas y reparar los daños causados a los bienes materiales, tanto naturales como construídos.
Al respecto, el texto de la Constitución Nacional es demasiado impreciso, ya que dice que: "el daño ambiental generará prioritariamente la obligación de recomponer, según lo establezca la ley". Sobre esto, el Dr. Mario Valls señala "la falta de claridad del párrafo. Evidentemente quiere decir que si alguien daña el ambiente va a tener que arbitrar los medios para solucionar el lío que hizo. Parece que quiere decir eso. Pero no lo dice" [12].
La Constitución de la Ciudad de Buenos Aires no remite a una ley que pueda relativizar esta obligación. Además, utiliza la palabra conlleva en vez de generará, lo que también le da un peso mayor. Este texto está tomado principalmente de la Constitución del Brasil (art. 225) El mismo principio está en la de España (art. 45) y en la del Paraguay (art. 8).
Todo esto nos lleva a señalar que en la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires se agrega la mayor garantía para la defensa de los intereses difusos, que es la afirmación de que: "El ambiente es patrimonio común". La mención del ambiente como patrimonio común no es tampoco de índole genérica, sino que es la base para crear un mecanismo de amparo amplio, que puede ser usado en cualquier circunstancia imaginable en que se violen los derechos consagrados por la Constitución.
De este modo, se trata de corregir uno de los muchos puntos débiles de la Constitución Nacional, que en este tema legitima para actuar solamente al particular afectado, al defensor del pueblo y a las entidades especialmente autorizadas para presentar amparos (art. 43 de la CN).
Todos sabemos que decir "entidades autorizadas" equivale a decir entidades que hayan recibido un permiso del Poder Ejecutivo para hacerlo, y no siempre el otorgamiento de esos permisos es políticamente neutral. La Constitución Nacional deja la puerta abierta para que sólo sean autorizados los amigos del gobierno de turno. Por un temor al exceso de acciones de amparo se corre el riesgo de desamparar a los ciudadanos, cuando son perjudicados, pero no pueden reunir las pruebas de un perjuicio personal, directo.
Ahora bien, en este artículo de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires se dice que cualquiera puede reclamar por cualquier cosa, sin necesidad de demostrar un perjuicio personal (art. 14). "Toda persona puede ejercer acción expedita, rápida y gratuita de amparo (…) contra todo acto u omisión de las autoridades públicas o de particulares" (que afecten derechos consagrados constitucionalmente). "Están legitimados para interponerla cualquier habitante y las personas jurídicas defensoras de derechos o intereses colectivos, cuando la acción se ejerza contra alguna forma de discriminación, o en los casos en que se vean afectados derecho o intereses colectivos, como la protección del ambiente, del trabajo y la seguridad social, del patrimonio cultural e histórico de la Ciudad, de la competencia, del usuario o del consumidor".
Esto significa un cambio profundo en nuestra forma de pensar el derecho, que tiene que ver con consagrar los intereses y los derechos colectivos o difusos. Se trata de legitimar a cualquier persona para que reclame en nombre del interés común, y no sólo en nombre de su interés particular. La Constitución de la Provincia de Buenos Aires tiene una interpretación más amplia de la acción de amparo, ya que es claro que sus constituyentes no pensaron sólo en la protección de los derechos individuales.