Por Andrés Ruggeri
Si vamos a hablar de una guerra, preciso es admitir que esa guerra comenzó hace mucho, y que cada episodio de sometimiento a los pueblos más desfavorecidos del globo, sea mediante el avasallamiento político o económico, o desde la agresión militar soberbia y patoteril de quien se sabe invencible, es sólo un capítulo más del crescendo que la va potenciando y haciendo cada vez más despiadada e impredecible.
Las razones de una irracionalidad cómoda
El ataque inusitado contra el símbolo del poder del capital financiero internacional desató una conmoción y una paranoia pocas veces vista antes desde el final de la Guerra Fría. No porque no se hayan visto catástrofes o tragedias peores, sino porque esta vez, por primera vez desde la segunda guerra mundial, afectó a los civilizados y poderosos, y a los más civilizados y poderosos de todos: el imperio norteamericano. Las imágenes transmitidas por la televisión en directo fueron, en efecto, terribles, parecidas a las fantasías de cientos de películas de Hollywood, en que siniestros malvados terroristas o extraterrestres amenazaban destruir el mundo, o lo que es igual, a los Estados Unidos. Sólo que esta vez los héroes de la CIA o el FBI no lograron parar la agresión, ni siquiera detectarla.
El presidente George W. Bush estuvo muy lejos de pilotear las naves del contraataque, como en el film "El día de la Independencia". Se derrumbaron las Torres, con miles de personas adentro, se vino abajo medio Pentágono, y cuatro aviones de pasajeros parecieron volverse locos y precipitarse sobre sus blancos con algunos suicidas voluntarios y un par de cientos de suicidas involuntarios. Todo eso, en el país que se creía tan invulnerable que se daba el lujo de proponer un escudo antimisiles contra naciones como Irak o Corea del Norte, que apenas pueden escapar de la hambruna generalizada.
HISTERIA DE LOS LACAYOS: ESCUPIERON AL AMO
Los "analistas" de los medios de prensa de todo el mundo, empezando por nuestros expertos locales, se apresuraron no sólo a apuntar a irracionales fundamentalistas islámicos, sino a sollozar acerca de la "nueva guerra" a la que se enfrenta el mundo, "la civilización occidental" o, meramente, "la humanidad". Le mojaron la oreja al amo, y los lacayos entraron en histeria. Tipos que en su vida estuvieron en Oriente o estudiaron el tema, hablan del "choque cultural" entre el Islam y Occidente, o de la "psicología del terrorista árabe", como si fueran autoridades en la materia. Se dicen y hablan muchas cosas que son como los gritos histéricos del fóbico a las ratas cuando ve la sombra de estas. Pero es preciso parar la pelota y discutir, por lo menos, ciertas falacias interesadas. Nosotros, los que no tenemos ningún amo y mucho menos ese, tenemos esa responsabilidad, que no consiste simplemente en dar vuelta el argumento. En primer lugar, ¿de qué guerra estamos hablando? ¿Por qué empieza ahora una guerra, cuando atacan el corazón el imperio yanqui? Quienes dicen eso parecen no haber considerado las miles de toneladas de bombas y misiles arrojados en la última década sobre Panamá, Irak, Yugoslavia, Sudán, Afganistán, Palestina o Colombia, tanto por los norteamericanos en forma directa o por sus aliados europeos o tercermundistas. Los muertos en estos bombardeos u operaciones de "limpieza" no serían horrorosos ni víctimas del terror, sino, en realidad, beneficiarios de actos humanitarios. Las acciones del policía mundial que surgió después del triunfo de la OTAN en la Guerra Fría, comenzadas por Bush padre, continuadas por Clinton y recrudecidas por Bush hijo, son las parteras del atentado de ayer.
Esas operaciones tenían y tienen una racionalidad imperial que explica la supuesta "irracionalidad" del atentado, más allá de la identidad o los propósitos de quienes hayan sido sus autores reales. No hubiera sido posible la acción de terror desatada sobre territorio norteamericano sin el precedente de avasallamiento y humillación cotidiana a la que pueblos enteros son sometidos desde hace décadas – o desde que comenzó la expansión del capitalismo europeo, si vamos a buscar el fondo de las cosas – y más concretamente, desde que el mundo unipolar hegemonizado por la superpotencia norteamericana es el único cantar admitido en este planeta.
Si vamos a hablar de una guerra, preciso es admitir que esa guerra comenzó hace mucho, y que cada episodio de sometimiento a los pueblos más desfavorecidos del globo, sea mediante el avasallamiento político o económico, o desde la agresión militar soberbia y patoteril de quien se sabe invencible, es sólo un capítulo más del crescendo que la va potenciando y haciendo cada vez más despiadada e impredecible. La irracionalidad aparente se vuelve inteligible en este contexto en que el Nuevo Orden Mundial muestra su salvajismo en su omnipotencia, y cualquier reacción es posible si es factible de ser realizada. La "irracionalidad" de este 11 de septiembre (menos irracional que la misma fecha en 1973) consiste en que el núcleo de la hiperfortaleza yanqui fue vulnerado por un enemigo ciertamente mucho más débil, pero capaz de golpear lo impensado. Si hay una nueva era, un antes y un después, como repiquetean los medios, la encontramos solamente en que los numerosos golpes fueron, por primera vez, contundentemente devueltos.
Esto, sin embargo, no nos lleva a la conclusión de la debilidad de los Estados Unidos. Posiblemente una de las consecuencias inmediatas de tales hechos sea, antes que nada, una impunidad mayor para atacar blancos en una cantidad indeterminada de países que dan "refugio a terroristas", sea ello real o inventado, para dar carta blanca a la CIA, las Fuerzas Armadas norteamericanas y la OTAN para avanzar sobre todo enemigo potencial o efectivo, y para radicalizar aun más la ya ultrarreaccionaria política exterior de la actual administración Bush. Y así como muchas, quizá la mayoría, de las víctimas de los atentados en Estados Unidos son desgraciados trabajadores (más que los financistas, usureros, banqueros y militares dueños u ocupantes de los blancos), con toda certeza las nuevas víctimas van a ser las poblaciones de los países del Tercer Mundo que desaten la furia del sistema imperial. Todo lo cual no modifica en nada el panorama de confrontación que se vive en América Latina a partir del Plan Colombia y su expansión en ejercicios militares y presiones continentales, recrudecidas desde que Bush alcanzó el gobierno. Al contrario, lo consolida. Las posibilidades de golpes "preventivos" contra cualquier enemigo de la política norteamericana y de sus indispensables aliados de las clases dominantes de nuestros países aumentan. El gigante enfurecido y ofendido tiene suficientes pretextos para descargar golpes indiscriminados y en cualquier dirección. Sus socios también.
LA CONSTRUCCIÓN RACIONAL DEL ENEMIGO:
Otra estupidez que se repite impunemente es la del choque cultural, en el cual el Occidente civilizado y poderoso paga el pato por enfrentar al Oriente milenario e incomprensible. Este enfoque supuestamente comprensivo, parte del hecho de reconocer que el dominio de Occidente, lógico, tiene como consecuencia indeseable e inevitable el desatar la reacción fanática y salvaje de las culturas arcaicas que caen bajo su dominio. La irracionalidad pasa de la conducta individual a la conducta cultural colectiva, expresada en el fanatismo religioso islámico como punto máximo. En realidad, lo único que provoca semejantes reflexiones y tanta pretensión de comprensión antropológica es el hecho aparentemente contrario a la lógica occidental del suicidio guerrero. El suicida es irracional porque sacrifica su vida a cambio de ir al paraíso musulmán. No es eso, sin embargo, lo que asusta, sino que el suicida es imparable porque está dispuesto al costo máximo, la propia vida, a cambio de lograr sus objetivos, y porque así su potencialidad destructiva aumenta geométricamente. Para un sistema donde el beneficio individual es la máxima, se trata de una conducta absolutamente irracional. Pero ¿hasta dónde es extraña esa conducta a la cultura occidental? ¿Qué diferencia al combatiente suicida islámico de los soldados europeos que salían de sus trincheras a poner los cuerpos a las balas de ametralladoras y cañones en la Primera Guerra Mundial, o de los miles de héroes de guerra que recibieron medallas póstumas en todos los ejércitos occidentales? Nuestro sargento Cabral, que dio su vida para que San Martín siguiera viviendo, como dice el cuentito de la primaria, o los sicarios colombianos que matan a cambio de dinero para su madre, sabiendo que morirán en el acto, o los fríos británicos de la famosa carga de la caballería ligera en Balaklava, así como innumerables protagonistas de episodios bélicos recientes y no tanto, no fueron fanáticos musulmanes, sino racionales occidentales que se sacrificaron calculadamente por disímiles motivos, de los cuales la disciplina militar o el interés de los grupos sociales que los contienen son los más frecuentes. El fanatismo religioso de los suicidas es el contexto que legitima su sacrificio, pero sus motivos no demasiado ocultos, antes que eso, evidentes, son profundamente políticos. La aparente irracionalidad se convierte en una acto de lucidez fría y descarnada si tenemos en cuenta la absoluta economía de recursos que representa este tipo de ataque, donde la propia vida ocupa un lugar menor dentro de un cuadro al que se subordina. La irracionalidad hay que buscarla en un sistema que no duda en explotar pueblos enteros sin tener en cuenta otro límite que la propia preservación de sus beneficios, que puede destruir ciudades, denunciar tratados de protección del medio ambiente que eran desde ya insuficientes, asesinar a distancia y someter a la miseria y el hambre a millones de personas, todo eso en nombre de la libertad. Se escucha y se lee en estas horas que la historia de la humanidad ha cambiado, como si esto fuera peor que Hiroshima y Nagasaki, o que los dos millones de vietnamitas muertos durante la intervención yanqui, o los cien mil iraquíes destrozados por misiles "inteligentes" y "quirúrgicos". Solamente cambió, como es obvio, el lugar geográfico de la tragedia.
Esta vez les tocó también a ellos. Sin embargo, algunos entusiastas para los cuales esta no es una tragedia porque sus víctimas viven en el país dominante, viven el hecho de que los lugares atacados son símbolos o residencia del poder económico y militar norteamericano como un golpe al capitalismo. Si las oficinas de Morgan Stanley se derrumbaron junto a las torres gemelas, los capitales y los negocios que pasan por sus manos siguen estando: los únicos que desaparecieron fueron sus 3500 empleados y toneladas de mampostería. El capitalismo es un sistema, no un conjunto de edificios.
Ese es, a nuestro juicio, el contexto en que se inscriben los hechos que conmocionaron al mundo desde su propio centro. Una época que comenzó hace bastante es, por fin, evidente para los ojos de muchos, y especialmente para la población de los Estados Unidos, acostumbrada a pensar que sus problemas son los únicos que existen, y obligada a darse cuenta que el sistema económico y político que sustentan con su pasividad, complacencia, complicidad o participación activa, tiene opresivos resultados para el despreciado resto del mundo, resultados que tienen a la vista, por primera vez, en forma contundente y en carne propia. Por lo pronto, la secuela inmediata será una escalada de operaciones militares y policiales contra todos los que de alguna manera se opongan a la primacía absoluta del régimen único mundial. Bin Laden es, en este sentido, un cómodo enemigo, parecido a los malvados de los dibujos animados, siniestro y feo, y con una gran cualidad: puede estar en los lugares más inverosímiles, algo sumamente oportuno para quien desea la libertad de usar la fuerza donde quiera, cuando quiera y como quiera.
Andrés Ruggeri [email protected]