Que Nuestro Silencio Se Convierta en Un Grito

Por Ana María Rodríguez

“Nosotros somos civiles y queremos que nos respeten. Tenemos miedo, pero desde siempre hemos vivido acá y en silencio seguiremos resistiendo, porque no vamos a entregar nuestras tierras, no vamos a salir”

Nunca había visto tanto dolor y sufrimiento. Durante 8 días viví en algunas de las comunidades del Municipio de Bojayá en el Chocó (Colombia). En compañía de dos colegas, llegamos a la zona respondiendo a la convocatoria que los habitantes afro-colombianos e indígenas de esta zona le habían hecho al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) para participar en una misión para evaluar la situación humanitaria en la zona.

Hacia el medio día del 27 de abril salimos de Quibdó, capital del Chocó. Fueron 4 horas en lancha rápida por el Río Atrato para llegar a Bellavista, cabecera municipal de Bojayá. La primera vez que oí hablar de Bellavista fue hace tres años, exactamente el 2 de mayo de 2002, cuando murieron 119 civiles que se resguardaban en la iglesia del pueblo, en medio de los combates de grupos ilegales que se enfrentaron en esta zona.


Hacia las 6 p.m. una mujer blanca y con acento alemán reúne en el comedor de la escuela a casi 60 personas de 22 organizaciones, incluido el ACNUR. “Nos repartiremos en 9 comisiones que tendrán la responsabilidad de visitar 4 ó 5 comunidades de la zona”.

Con lista en mano, Ursula, misionera de la Diócesis de Quibdó, empieza a leer los nombres de cada una de las personas que estábamos allí y las comunidades que tendríamos que visitar. Por su parte, el Representante Legal de la COCOMACIA (Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato), nos explicó que esta misión se había convocado para conmemorar los tres años de la masacre de Bojayá, ya que no podían dejar pasar esta fecha simplemente con el recordatorio de los muertos, ellos sabían que la crisis humanitaria seguía y el conflicto armado no cesaba en Bojayá.

Nos explicaron que la COCOMACIA, el Foro Interétnico Solidaridad Chocó y la Diócesis de Quibdó, quienes habían convocado, decidieron llamar esta misión: Minga Interétnica por la defensa de territorio. Con este nombre buscaban simbolizar la colaboración de las diferentes organizaciones y las comunidades, pues la “Minga” es una tradición indígena de colaboración entre los habitantes locales, para cumplir con una meta que una persona sola no podría lograr o le sería muy difícil.

Finalmente, Ursula nos explicó que la hora de salida a la mañana siguiente era a las 8 a.m. Me tocó hacer parte de la comisión 6, que visitaría uno de los afluentes del río Bojayá donde se encontraban 881 personas de 4 comunidades indígenas Emberas.

La comisión estaba conformada por representantes de la Diócesis de Quibdó, la Organización Nacional Indígena de Colombia -ONIC-, la COCOMACIA, miembros de las comunidades indígenas Emberas, un colega del ACNUR y yo. Navegamos durante 8 horas, en un bote de 9 caballos de fuerza, y pasamos por 5 pueblos completamente abandonados, pues como nos lo relataba uno de los miembros de la comisión “estas comunidades afro-colombianas se desplazaron porque estaban asustadas de quedar en medio de las balas cruzadas de los grupos armados”

Cada minuto que pasaba asustaba, el río nos iba llevando hacia las profundidades de la selva. De vez en cuando veíamos algunos campamentos de grupos armados que como parte de la vegetación se camuflaron a nuestro paso. Hacia medio día por fin vimos personas que se asomaron a la orilla del río para saludarnos, eran Emberas.

Uno de los miembros de la misión y líder de las comunidades indígenas empezó a contarnos que en marzo de 2004, 1.120 Emberas se habían desplazado por los combates en la zona y luego de tres meses, decidieron volver a sus territorios: “Para nosotros la tierra significa todo, nosotros siempre hablamos que la tierra es nuestra querida madre, porque en ella vivimos, ella nos facilita todos los alimentos que consumimos en nuestras comunidades, en ella está nuestra medicina tradicional, esta nuestra cultura, por eso estamos resistiendo y por eso nos vamos a quedar”.

Eran las 4 p.m. y por fin estábamos en la primera comunidad donde íbamos a pasar la noche, las mujeres y los niños nos recibieron, parecían un poco asustados pues habían llegado extraños a convivir por algunas horas con ellos. Nos dijeron que dormiríamos en el centro comunitario, en donde también la gente se reuniría para hablar con nosotros.

Eran 150 Emberas reunidos, a un lado se sentaron las mujeres con los niños, al otro los hombres. Empezaba a oscurecer y las mujeres afanadas empezaron a buscar trapos blancos para espantar los mosquitos y proteger a sus hijos. Después de la presentación del equipo y del objetivo de la Minga, los Emberas empezaron a relatarnos su situación.


Se levantó un hombre y en su lengua le habló a uno de los líderes Embera de la comisión, quien nos traducía: “No estamos acostumbrados a vivir junto a personas que tienen armas, los grupos armados ilegales quieren tomarse nuestros resguardos y obligarnos a vivir entre ellos. Nos exigen alimentos y nos roban cuando nos negamos a dejarlos entrar a las comunidades”.

Uno tras otro se fue levantando para contarnos que la gasolina costaba $125 mil pesos para poder llegar a Bellavista para conseguir alimentos, que como nos habíamos dado cuenta, eran 8 horas de viaje, y que cuando por fin llegaban al pueblo, la Fuerza Pública les exigía una factura de lo que habían comprado, si esta pasaba los $50 mil pesos les retenían la comida, pues los acusaban de alimentar a la guerrilla. Cuando regresaban a su comunidad con el poco mercado que les habían permitido pasar en Bellavista, debían pasar por lo menos tres retenes de las AUC en el río, que también les revisaban lo que llevaban y los amenazaban. Cuando finalmente llegaban con algo de alimentos para sus familias entraba la guerrilla y les robaba lo poco que les quedaba.

Como lo dije antes, nunca había visto tanto dolor y sufrimiento. Los Emberas tienen hambre, miedo, enfermedades, ya no pueden cazar, pescar, recolectar ni cultivar, porque cada vez que salen de sus casas se encuentran con hombres armados que los amenazan.

“Nosotros somos civiles y queremos que nos respeten. Tenemos miedo, pero desde siempre hemos vivido acá y en silencio seguiremos resistiendo, porque no vamos a entregar nuestras tierras, no vamos a salir”.

Finalmente, toda la comunidad se puso de pie y en su lengua gritaron: “Que nuestro silencio se convierta en un grito de unidad, territorio, cultura y autonomía”. A pesar de todo el dolor, ellos nos mostraron que en ese pedacito de Colombia, había comunidades dispuestas a luchar y a resistir a la guerra.

Llegó la noche y ya habían hablado todos los hombres, así que nos informaron que habían terminado la reunión, sin embargo, sentí que las mujeres hablaban entre ellas en voz muy baja. Intenté iluminarlas con la linterna, pues no entendía por qué ninguna de ellas había hablado con la comisión. Una tomó valor y se levantó “Las mujeres tenemos miedo, sabemos que hombres armados han violado a mujeres Emberas, nosotros no queremos que nos pase nada y por eso ya no salimos a recolectar madera solas. También tenemos miedo de que nuestros esposos salgan porque no sabemos a que hora nos los entregan muertos”.

Fueron tres comunidades más las que visité con la comisión, en cada una de ellas los testimonios fueron los mismos: 881 Emberas amenazados y confinados, un fuerte bloqueo económico, infracciones al Derecho Internacional Humanitario cometidos contra la población indígena por parte de los grupos armados, lesiones a su autonomía y su cultura, que todos los actores armados han entrado a los resguardos indígenas señalando y presionando a la población civil, que algunas mujeres han sido violadas, restricciones a la libre movilización en el territorio para desarrollar sus tareas diarias y finalmente que la situación de las comunidades indígenas ha venido empeorando en la medida que ha aumentado el conflicto armado.

Luego de tres días con las comunidades salimos hacia Bellavista, nuevamente por el Río, para encontrarnos con las otras comisiones. Tenía un compromiso, pues antes de salir una mujer se acercó al bote y en su poco español me dijo: “Les exigimos que no sea la única vez que vienen, necesitamos su apoyo, que estemos acompañados y por favor hágale saber al mundo entero que en el Chocó hay comunidades indígenas a las que están acabando por culpa de la guerra”. www.EcoPortal.net

* Ana María Rodríguez es funcionaria del ACNUR en Colombia.