Debido al monstruo del cambio climático, las palabras del intelectual Mike Davis, en su libro La ecología del miedo, resuenan con más fuerza que nunca: «Malibú se ha convertido en la capital del fuego de Norteamérica, y posiblemente, del mundo».
En la actualidad, hay cinco focos de incendio que ponen en jaque al condado de Los Ángeles, devastando más de 8.000 hectáreas, dejando 10 víctimas mortales (podrían ser más) y obligando a casi 200.000 personas a abandonar sus hogares. Entre estos incendios, el de Palisades destaca por su impacto en Malibú.
Este lugar lujoso se enfrenta a un destino cíclico de destrucción por fuego debido a su ecosistema mediterráneo que es muy inflamable, sobre todo por su falta de políticas de prevención. En ese sentido, Davis ya advertía que esa zona a reconstruir, vulnerable a incendios cada dos años y medio, solo incrementa los riesgos de catástrofes futuras, algo que el cambio climático agravó.
El cambio climático es el gran monstruo que intensifica las llamas
Con todo esto que viene pasando en Estados Unidos, podemos decir que los incendios ya no respetan estaciones y podrían ocurrir casi que en cualquier momento del año, en consecuencia de no tomar medidas para preservar el medio ambiente y generar una bola enorme en cuanto al cambio climático.
En pleno enero, California enfrenta uno de los peores desastres naturales de su historia. Según Víctor Resco de Dios, profesor de Ingeniería Forestal, el cambio climático no inicia el fuego, pero genera las condiciones ideales para su propagación: un clima más cálido y seco, junto a los vientos fuertes como los Santa Ana.
Estos vientos, que pueden alcanzar hasta 159 kilómetros por hora, funcionan como un secador atmosférico y luego podemos hablar de la regla del 30: vientos de 30 km/h, 30% de humedad y 30 grados de temperatura; genera las condiciones para que un incendio se convierta en incontrolable. Así es como, por décadas de sequías extremas, convierte a California en una bomba de tiempo.
El urbanismo y la expansión horizontal de las ciudades
El urbanismo descontrolado exageró los daños del incendio en Los Ángeles, ante la expansión horizontal de las ciudades con viviendas dispersas y cercanas a áreas naturales, facilita la propagación de las llamas. Este modelo, lejos de ser sostenible, pone en peligro la vida de miles de personas y aumenta los costos de reconstrucción tras cada desastre.
El caso de Malibú llama la atención porque es un desafío para los bomberos y las autoridades locales, la reconstrucción tras cada incendio plantea un dilema ético y económico: ¿Es viable invertir recursos públicos en zonas condenadas a arder nuevamente? Para muchos expertos, la respuesta es un replanteamiento de cómo y dónde se construye.
Las áreas de densidad intermedia, como las comunidades suburbanas, son muy débiles. Al estar ubicadas cerca de zonas naturales donde suelen originarse los incendios, estas comunidades enfrentan un alto riesgo de destrucción. Una vez iniciado el fuego, las llamas se propagan fácilmente de casa en casa y de jardín en jardín, devastando la zona.
El problema de vivir de manera «horizontal» y el caldo de cultivo que se genera
En muchas regiones del mundo, como en países como Estados Unidos, Canadá y Australia, prevaleció un modelo de urbanización dispersa, donde las viviendas se encuentran dispersas en grandes extensiones de terreno, a menudo en las interfaces entre zonas urbanas y naturales; así se dio el incendio devastador en Los Ángeles.
A este proceso se lo denomina «urban sprawl» en inglés; esto crea condiciones propicias para la propagación de incendios forestales, como mencionamos anteriormente. Al encontrarse, la vegetación que rodea las viviendas actúa como combustible, facilitando la propagación.
Un ejemplo trágico de los riesgos de la urbanización dispersa fue el incendio de la región de Ática en Grecia en 2019, donde cientos de personas perdieron la vida debido a la rápida propagación del fuego en zonas con una baja densidad de población y una gran cantidad de vegetación seca.
