Sobre moral, veganismo, ecología, antiespecismo y producción alimentaria

Tengo muchos amigos, cada vez más, que no consideran “moralmente lícito” comer carne de otros animales y se han convertido al veanismo. Y ya no se trata de una cuestión marginal, se está convirtiendo en una nueva ética, un nuevo tabú cultural.  Nada que objetar al tabú en sí, yo mantengo otros, como por ejemplo no comer carne humana: por eso sé que contra el dogma es difícil razonar. Nada que objetar tampoco a los cambios: la antropología me enseñó que la moral humana no es universal ni inmutable, y que lo que en una determinada sociedad y en un determinado momento es perfectamente admisible, en otra sociedad o en otro tiempo, se considera un comportamiento socialmente pernicioso.
Pero en el imperio global en el que habitamos, de la misma manera en la que se ha estandarizado la cultura, las preferencias estéticas, el lenguaje, la moneda o las estructuras socio-económicas; también la moral está abocada a la uniformidad.
Se impone la globalización, y con ella una cultura urbanita, desarraigada, ajena y profundamente ignorante del entorno rural y del ecosistema; educada por Walt Disney, tremendamente sobreprotectora con los animales, pero no con el entorno que los sustenta.
Una cultura primermundista, implacable con los últimos vestigios de un primitivismo cultural más reciente de lo que es capaz de asimilar; pero indulgente con el capitalismo que explota la naturaleza, la desnaturaliza, la utiliza y que va camino de esquilmar.
Los urbanitas vemos la comida en el estante del súper, y no nos planteamos cómo se ha producido eso. Nos cuesta imaginar que comemos animales muertos, como los linces o los lobos. Nos repugna nuestra propia animalidad. Renegamos del primitivismo y nos acogemos al civilizado ciudadanismo que esconde las vergüenzas bajo hipnóticas alfombras de plasma.
Los humanos estamos envenenando un  planeta que no es sólo nuestro. 
veganismo, vegetarianismo, especismo, soja, carne, biodiversidad, agricultura, animales, alimentosYo soy omnívora, como lo ha sido el 99% de la humanidad a lo largo de su historia. Somos animales y comemos otros animales, además de recolectar y luego sembrar, y criar animales, como las hormigas crían pulgones. Y no me avergüenzo, porque para seguir vivos, todos los animales tenemos que comer otros seres vivos, sean animales o plantas.
También éstas últimas tienen sentidos, a través de los cuales obtienen informaciones que les permiten tomar decisiones sobre su propia supervivencia y la de la comunidad con la que se interrelacionan, además de que les sirven para comunicarse con otras plantas, percibiendo señales olfativas a través de sus hojas (p.ej., esa señal de ¡Peligo! que nosotros percibimos como olor a hierba recién cortada), y emitiendo “sabores” a través de sus raíces y redes de hongos. Mediante el micelio, se  comunican entre ellas y con otros organismos; comparten nutrientes, piden ayuda, o emiten señales de alerta.
El lince caza conejos y el conejo come hierba, de la misma manera que nosotros ocupamos nuestro puesto en la cadena trófica, de la que somos otro eslabón.
Los humanos, como especie, no somos responsables de nuestra propia biología, de que para seguir vivos tengamos que comer otros seres vivos (sean animales o plantas), pero sí de nuestras relaciones y actuaciones con las demás especies y con el ecosistema, que es común.
No hace falta ser vegetariano, animalista ni antiespecista para entender que si criamos animales estamos obligados a tratarlos de la mejor forma posible, de la misma forma que si cultivamos vegetales, tenemos que hacerlo de forma que respete lo máximo posible el ecosistema.
Ser omnívoro no significa ser psicópata, cualquiera es capaz de ver diferencias morales entre criar cerdos que no conozcan más que la tortura de vivir en un metro cuadrado sin ver nunca el sol, y criarlos de forma que se pasen la vida hociqueando en una dehesa.
Por eso, a mí lo que realmente me da vergüenza no es que ocupemos nuestro puesto en la cadena trófica, sino que estemos envenenando el planeta y destruyendo un ecosistema que no es sólo nuestro.
Los pequeños agricultores van camino de ser meros franquiciados de las multinacionales de semillas, y los pequeños ganaderos no pueden competir contra la producción industrial de carne y lácteos, en un sector regulado para extinguirles. Vamos camino de dejar morir los pueblos, y perder con ellos un sistema de producción alimentaria ecológica y sostenible, en favor de otro industrializado y globalizado. 
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La única forma de producir carne no son las granjas industriales. Se puede criar ganado de una forma más ética, lógica y ecológica, con pasto y forraje, como se ha hecho tradicionalmente (y aún, marginalmente, se sigue haciendo). Eso sí, hay que currárselo 365 días al año: trashumar, subir a las vacas al monte, mover el ganao, sacarlo a pastar… y por otra parte, proteger la diversidad genética (razas autóctonas, adaptadas al entorno) y mantener los derechos de paso y pasto comunales que persisten, pretenden que arcaicamente, en nuestra legislación. Un ejemplo: a día de hoy, sólo quedan 80.000 de los 125.000 km de vías pecuarias, el resto (36%) está en manos privadas por la desidia o con la connivencia de las autoridades. En cambio, las leyes que favorecen a las multinacionales, se cumplen a rajatabla…

Pero, ¿podríamos producir suficiente carne para mantener un nivel de consumo similar al actual, utilizando sólo ganadería extensiva?
A día de hoy mantenemos menos ovejas (-6%), menos cabras (en torno a un -40%) y una cantidad insignificante de equinos; comparado con los niveles de 1950 a 1980, antes del cambio de modelo productivo.

En cambio, hemos pasado de criar 4 a 6 mill de vacas, y de 7 mill de cerdos para consumo nacional, a 10 mill. Pero el verdadero problema, es que además, criamos otros casi 17 mill para exportar, cuyos beneficios los disfrutan principlamente los accionistas de las multinacionales, mientras a nosotros sólo nos queda soportar la contaminación y el trabajo precario que nos deja.
Si recuperáramos la ganadería extensiva, podríamos producir de forma más ecológica y ética un 70% de la carne que consumimos, incluso un aumento de la producción podría ser sostenible, si se van recuperando bosques y zonas de pasto.

Y con ello, se mantendría el entorno rural, se prevendrían incendios, se malgastaría menos agua, se contaminaría menos (en el campo, las bostas abonan, fijan carbono en el suelo y generan biodiversidad porque contribuyen al transporte de semillas; mientras que en una granja industrial, los purines pueden contaminar acuíferos y ríos, se transportarían menos piensos, se lucharía contra la globalización del mercado alimentario y la despoblación del entorno rural, y se garantizaría nuestra soberanía alimentaria (¿o no interesa?).

Ahora bien, el hecho de que sea ecológica y productivamente viable, no significa nada. El modelo de la ganadería industrial necesita menos mano de obra, da más beneficio por dólar invertido, y sólo hay que esperar sentado a que suban la acciones (hasta que se abarate la producción de carne sintética que pretenden comercializar a gran escala bajo el seudónimo de “carne limpia”) , así que es el favorito de los millonarios. Ellos tienen el dinero, ellos mandan y ellos legislan en función de sus intereses; lo que hace imposible reconducir el sistema productivo alimentario que padecemos, que es lo que supone una amenaza, no sólo para la supervivencia de los pequeños productores, sino también para el propio ecosistema.

Como las macrogranjas de porcino, que son un cáncer para los ecosistemas en los que se asientan y para la economía de los pequeños ganaderos, además de una vergüenza para el sector de la ganadería, que durante siglos ha velado por el ecosistema, y ahora su metodología pasa por desnaturalizar la naturaleza hasta límites aberrantes, dejando la filosofía de la ganadería tradicional fuera del juego de la economía global.
En las granjas avícolas, tras generaciones de reproducción en incubadoras, las gallinas han perdido el instinto de cría, protección o supervivencia.   Algo deberíamos aprender de ello.

Los pequeños agricultores van camino de ser meros franquiciados de las multinacionales de semillas (SGAE de las semillas), y los pequeños ganaderos están condenados a perder una desigual batalla contra la “producción industrial” de carne y lácteos (CAP). Vamos camino de dejar morir los pueblos, y perder con ellos un sistema de producción alimentaria ecológica y sostenible, en favor de otro industrializado y globalizado, y, para más inri, justificándolo en base a unos valores, como el animalismo y antiespecismo, que no sé si se pueden asociar con la ecología. (Definitivamente, no)
Los argumentos contra la sostenibilidad ecológica de la producción tradicional de carne son más que discutibles, cuando se dan, porque normalmente los animalistas sólo se acuerdan de que existe el medio rural cuando hablan de toros. La propaganda que pretende demostrar que el veganismo es la opción más ecológica (o sostenible, como prefieren llamarlo), se basa en engañosas teorías elevadas a verdad científica, como la de que la única forma de producir un kilo de carne es invertir diez de soja. ¿A qué ignorante urbanita se le ocurrió eso? Quiero verle escalando despeñaderos en Gredos para alcanzar brotes verdes, comiendo hierba del suelo en un prao, y en invierno, alfalfa. Dudo que las jaras del monte le resulten apetitosas… pero a una cabra sí. ¿No es más lógico y práctico dejar que la cabra se coma la jara y luego comernos la cabra?
Parece mentira que sea necesario recordar que la ganadería existía antes de que se comenzaran a utilizar piensos y se implantara el modelo industrial. Sólo alguien totalmente desconectado de la vida rural e incapaz de concebir otro sistema productivo que el de las inhumanas granjas industriales, sólo alguien que nunca ha visto un pastor, puede afirmar tal disparate. Pero es esa gente la que se declara ecologista, mientras defiende un escenario en el que los únicos que ganan son los accionistas de Bayer-Monsanto.
¿En qué ayuda al equilibrio ecológico que acallemos nuestras recién estrenadas conciencias antiespecistas consumiendo Mc Vegan, si no luchamos contra el capitalismo global que esquilma el planeta en beneficio de unos pocos?
¿En qué ayuda a la naturaleza que dejemos de comer carne, si seguimos viviendo en un sistema que nos obliga a alimentarnos con proteína vegetal proveniente de monocultivos intensivos ubicados a miles de km, cuyos beneficios revierten únicamente en las multinacionales propietarias de la patente de las semillas, los herbicidas y pesticidas?
 
¿Dónde hay más biodiversidad, en una dehesa o en un invernadero de espinacas?
¿En qué ayuda al equilibrio ecológico que acallemos nuestras recién estrenadas conciencias antiespecistas consumiendo Mc Vegan, y Whiskas para las relucientes mascotas que pueblan nuestras urbes primermundistas, si no luchamos contra el capitalismo global que esquilma el planeta en beneficio de unos pocos?
¿Porqué tenemos tanta información y preocupación sobre el cambio climático o la salud del Ártico y tan poca sobre los ecosistemas que nos rodean, la salud de nuestros mares, ríos y acuíferos, los estragos causados por los transvases y sondeos, la gestión de las Confederaciones Hidrográficas, el mantenimiento de montes y bosques, el imparable aumento del porcentaje de suelo alfastado, la supervivencia de la fauna autóctona o la diversidad genética de nuestra flora, el equlibrio químico y biológico de nuestros suelos, o la eficacia en la gestión de basuras, contaminantes y aguas residuales por parte de nuestros ayuntamientos e industrias? ¿Lo solucionamos todo subvencionando empresas privadas para que produzcan e instalen energías renovables, subiendo los impuestos al petróleo, prohibiendo el acceso a las ciudades de coches no eléctricos?
Necesitamos comer, y necesitamos tomar conciencia del destrozo medioambiental que supone el actual sistema productivo alimentario en un capitalismo global.
Pero pensémoslo en profundidad y atendiendo a todos los factores, porque si confundimos el problema, confundimos la solución.
Empeñarse en presentarlo como una cuestión de moral personal o de buenismo superficial, mientras se ignora el verdadero problema, implica dejar la soberanía alimentaria en manos de los productores de semillas, justo ahora que las están intentando “privatizar”.
Por Alicia Melchor Herrera
Ecoportal.net