A estas alturas seguro que nadie sabe qué pasará con los precios del crudo pero lo que es cierto es que no parece que a corto plazo volvemos a ver valores que superen los 100 dólares por barril dado que este descenso, según los analistas y la propia Agencia Internacional de la Energía, no asociado sólo a efectos coyunturales motivados por la caída de la demanda de los países europeos o de algunas economías emergentes que no crecen lo esperado o bien porque las tensiones de la primavera árabe tampoco han supuesto una caída significativa en la oferta sino también, y de forma muy importante, por el incremento de la oferta de productos petroleros procedentes de los EEUU.
La irrupción de la técnica de la fractura hidráulica ha permitido poner en el mercado una cantidad importante de petróleo no convencional. Los países de la OPEP, encabezados por Arabia Saudí, han anunciado que no prevén reducir la producción para incrementar los precios como han hecho demasiado a menudo. La razón hay que buscarla en la necesidad de la OPEP ha mantener el modelo de consumo basado en el petróleo, que podría empezar a estar en peligro de forma seria de mantenerse los precios en la frontera de los 100 dólares.
Los elevados precios del petróleo han empujado al sector privado y público a invertir cantidades importantes en investigación y tecnología que ha permitido dar un salto en la técnica de la fractura hidráulica, logrando competitividad de extracción a 50 dólares; pero también han permitido el desarrollo del vehículo eléctrico, cada vez más competitivo y con rangos de autonomía que crecen año tras año y ponen en peligro el modelo OPEP donde no en vano, la movilidad y el transporte suponen cerca del 70% del consumo de petróleo mundial y es extraordinariamente dependiente. El 98% de los recursos energéticos empleados en el desplazamiento de personas y mercancías son derivados del petróleo. La electricidad, el gas natural y las energías renovables son testimoniales, por no decir insignificantes, en el primer sector de consumo energético mundial.
Lejos quedan los argumentos apocalípticos del temido peak oil de 2007, fecha en que la demanda de crudo superaba por primera vez en la historia moderna, la capacidad de producción. La falta de recursos energéticos haría elevar los precios del barril del petróleo hasta valores que difícilmente podrían sostener economías. Se ponían en peligro dos de los tres pilares de la política energética: la garantía de suministro y la sostenibilidad económica del sistema. Pero sin duda ganaba importancia el tercero de los pilares, la sostenibilidad ambiental que por primera vez vería favorecida la necesaria transición del modelo energético hacia fuentes energéticas menos intensivas en carbono, aunque, todo sea dicho, no sea por motivos estrictamente ambientales.
El petróleo no se acaba, de hecho parece que incluso podemos estar entrando en una era de abundancia energética y el bajo coste económico, a falta de afrontar las externalidades ambientales, permitirá volver a crecer las economías como si no hubiera pasado nada.
Pero a falta de interés económico y tampoco de necesidad de recursos energéticos, la transición energética sigue siendo absolutamente necesaria y, nos queda un único argumento, quizá el más importante para los humanos: nuestra salud.
El gran damnificado de esta bajada de los precios del petróleo será la apuesta por la movilidad sostenible. Saldrá perjudicada la necesaria diversificación energética del sector transporte, hoy dependiente en un 98% de un único recurso, el petróleo, así como la posibilidad de usar energías más limpias en la movilidad privada de las ciudades, donde demasiado a menudo se sobrepasan los niveles de contaminación atmosférica. Tampoco habrá razones económicas para incentivar el uso del transporte público frente al vehículo privado, debido a una cuestión tanto obvia como la rebaja del precio del carburante respecto a los costes crecientes del sistema de transporte público que se trasladan a los ciudadanos, vía tarifas.
Necesitamos un cambio hacia a combustibles más límpios
Sólo un cambio valiente y osado en la fiscalidad de la movilidad y en la lucha contra la contaminación emitida por el tráfico rodado y el transporte marítimo permitiría no tirar al traste el trabajo realizado desde el 2007 cuando la pérdida de competitividad en el transporte por carretera provocó una apuesta decidida por el transporte de mercancías por ferrocarril y cuando la necesidad de reducir el gasto energético de la movilidad urbana abocó a la puesta en marcha de programas de innovación tecnológica en el sector de la automoción apostando claramente por el vehículo eléctrico en entornos urbanos y por el gas natural en el transporte por carretera de larga distancia y en la navegación.
Los altos precios del gasóleo y de la gasolina han demostrado la necesidad de afrontar el cambio a combustibles más limpios. Éstos, a pesar de ser más económicos, requieren de fuertes inversiones en los vehículos y en las infraestructuras de recarga. Del mismo modo, el encarecimiento de los combustibles ha estimulado la priorización del transporte público y de la bicicleta ya que los fabricantes de vehículos invirtieran en innovación para reducir las emisiones contaminantes.
Es necesario recordarlo: el que contamina, paga
¿Podemos dejar nuestra salud en manos del precio del petróleo? Sólo hay una respuesta: no! Necesitamos afrontar abiertamente y sin temores el hecho de que quien contamina en su movilidad paga. De hecho, lo que debería dar miedo e incluso vergüenza, es que hoy en nuestro país quien toma la decisión de no contaminar en su movilidad, adquiriendo un vehículo limpio, es quien paga cuando afronta solo y, de su bolsillo, un incremento de los costes que en el mejor de los casos es de un 30%.
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